En la Bifurcación

 

 

 

Hypatia Gay llamó tímidamente a la puerta del apartamento del Conde Swanoff. La suya era una extraña misión: servir a la envidia del desgarbado, lacio, melancólico y desaseado poeta a quien ella amaba. Will Bute no era sólo un poetastro sino también un aficionado a la magia, y la negra envidia que sentía por cierto hombre más joven y mucho mejor poeta que él corroía su mezquino corazón1. Había conseguido una sutil influencia hipnótica sobre Hypatia, que le ayudaba en sus ceremonias, y ahora la había enviado a buscar a su rival y encontrar alguna conexión mágica mediante la cual pudiera ser destruido. 

La puerta se abrió y la muchacha pasó de la oscuridad de piedra fría de las escaleras a un palacio rosa y oro. Las habitaciones del poeta eran austeras en su elegancia. Papel oro y negro de Japón cubría las paredes. En el centro colgaba una antigua lámpara de plata donde brillaba el profundo rubí de una bombilla eléctrica. El suelo estaba cubierto con el negro y el oro de pieles de leopardo. En la pared colgaba un gran crucifijo de marfil y ébano. Ante el resplandor del fuego se encontraba el poeta (que había escondido su ascendencia real céltica tras el pseudónimo de Swanoff), leyendo un voluminoso libro encuadernado en vitela. 

Se levantó para saludarla. 

“Llevo muchos días esperándote”, exclamó él, “he llorado muchos días por ti. Yo veo tu destino — cuán fino es el hilo que te une a esa poderosa Hermandad de la Estrella de Plata de la que soy un tembloroso neófito — cuán enroscados y fuertes son los tentáculos del Pulpo Negro al que ahora sirves. ¡Ah! aléjate mientras todavía estás unida a nosotros: No me gustaría que te hundieras en el Cieno Inefable. Ciegos y bestiales son los gusanos del Cieno: ven hacia mí y, mediante la Fe de la Estrella, te salvaré”. 

La muchacha lo eludió con una risa leve. “He venido”, dijo, “pero para charlar sobre la clarividencia — ¿por qué me amenazas con estas extrañas y horribles palabras?”

“Porque veo que hoy puede decidirse todo para ti. ¿Quieres entrar conmigo en el Templo Blanco, donde administro los Votos? ¿O quieres entrar en el Templo Negro y renegar de tu alma?”

“Oh, desde luego”, dijo ella, “eres demasiado absurdo — pero haré lo que quieras la próxima vez que venga aquí.”

“Hoy, tu elección — mañana, tu destino”, contestó el joven poeta. 

Y la conversación derivó hacia asuntos más livianos. 

Pero, al irse, ella se las ingenió para arañarle la mano con un broche, y llevarle así a su maestro, como un trofeo, la minúscula gota de sangre del alfiler. ¡Él haría un trabajo especial con eso! 

Swanoff cerró sus libros y se fue a la cama. En las calles había un silencio de muerte. Llevó sus pensamientos al Silencio Infinito de la Divina Presencia y cayó en un placentero sueño. Ningún sueño le molestó. Se despertó más tarde que de costumbre. ¡Qué extraño! El saludable color de sus mejillas se había ido. Las manos estaban blancas, delgadas y arrugadas. Estaba tan débil que apenas pudo llegar tambaleándose al baño. El desayuno le despejó un poco, pero más aún la expectativa de una visita de su maestro. 

El maestro llegó. “¡Hermanito!” gritó fuerte al entrar, “me has desobedecido ¡Te has metido otra vez en la Goecia!”

“¡Te lo juro, maestro!”, dijo él, reverenciando al adepto. 

El recién llegado era un hombre oscuro, con una poderosa cara totalmente afeitada y casi oculta por una masa de pelo negro azabache. 

“Hermanito”, dijo, “entonces la Goecia se ha estado metiendo contigo.” 

Levantó la cabeza y olisqueó. “Huelo el mal”, dijo, “huelo a los oscuros hermanos de la iniquidad. ¿Has realizado debidamente el Ritual de la Estrella Llameante?” 

“Tres veces diarias, según tus palabras.”

“Entonces el mal ha entrado en un cuerpo de carne. ¿Quién ha estado aquí?”

El joven poeta se lo contó. Sus ojos refulgieron. “¡Ajá!”, dijo, “¡pongámonos a la Tarea!”

El neófito le trajo a su maestro cosas para escribir: la pluma de un ganso joven, blanca como la nieve; la vitela virgen de un joven cordero macho; la tinta de la vesícula de cierto raro pez; y un misterioso Libro. 

El maestro trazó sobre la vitela cierto número de signos y letras incomprensibles. 

“Duerme con esto debajo de la almohada”, dijo, “te despertarás si eres atacado. ¡Y sea lo que sea lo que te ataque, mátalo! ¡Mátalo! ¡Mátalo! Luego ve directamente a tu templo y asume la forma y la dignidad del dios Horus ¡devuélvele la Cosa a quien te la envió, por el poder del dios que está en ti! ¡Ven! Voy a revelarte las palabras, los signos y los conjuros para este trabajo de arte mágico.”

Y desaparecieron en la pequeña habitación blanca forrada de espejos que le servía a Swanoff de templo.

Esa misma tarde, Hypatia Gay llevó algunos dibujos a un editor de Bond Street. Este era un hombre hinchado por la enfermedad y el alcohol, sus labios fláccidos colgaban en una perpetua mueca lasciva, sus ojos gordos derramaban veneno, sus mejillas parecían siempre a punto de reventar en innombrables llagas y úlceras. 

Compró los dibujos de la joven. “No tanto por su valor”, explicó, “como porque me gusta ayudar a las jóvenes promesas — ¡como tú, querida!”

Los virginales ojos de ella se encontraron sin miedo y sin suspicacia con los de él. La bestia se acobardó, y disimuló su suciedad con una repugnante sonrisa de circunstancias. 

Llegó la noche y el joven Swanoff se fue a descansar sin preocupación. Aunque con la extraña sensación de quien espera lo desconocido y lo terrible pero tiene fe en vencerlo. 

Esa noche soñó — deliciosamente. 

Por mil años vagaba a través de jardines de especias, por agradables corrientes, bajo deliciosos árboles, en el éxtasis azul de un clima maravilloso. Al final de un largo claro entre acebos, que llegaba hasta un palacio de mármol, estaba de pie una mujer, más bella que cualquier mujer de la tierra.

Imperceptiblemente se acercaron — ella estaba entre sus brazos. Él se despertó. Una mujer yacía realmente entre sus brazos y vertía una lluvia de besos ardientes en su cara. Lo llenaba de éxtasis, sus caricias despertaban en él la serpiente de la locura esencial. 

Entonces, como el resplandor de un rayo, recordó las palabras de su maestro — ¡Mátalo! En la débil penumbra pudo ver la adorable cara que le besaba con labios de infinito esplendor y oír sus susurros de amor. 

“¡Mátalo! ¡Dios mío! ¡Adonai! ¡Adonai!”, gritó, y la sujetó por la garganta. ¡Oh Dios! Su carne no era carne de mujer. Al tacto era dura como el caucho, y sus jóvenes y fuertes dedos resbalaron. Él también la amaba — la amaba como nunca había soñado que se pudiera amar. 

Pero él sabía ahora ¡él sabía! Y una gran repugnancia se mezcló con su lujuria. Largo tiempo lucharon las dos. Al final él logró ponerse encima y con todo su peso sobre ella hundió los dedos en su garganta. Ella dio un grito — un grito de muchos demonios en el infierno — y murió. Él se quedó solo. 

Había matado al súcubo y lo había absorbido. ¡Ah, qué fuerza y qué fuego rugían en sus venas! ¡Cómo saltó de la cama y se puso las ropas sagradas! ¡Cómo invocó al poderoso Horus, el Dios de la Venganza, y desató a los Vengadores contra el alma negra que había querido quitarle la vida! 

Al final se quedó calmado y feliz como un niño pequeño. Volvió a la cama, durmió a gusto y se despertó fuerte y espléndido. 

Una noche tras otra, durante diez noches, se produjo y se reprodujo esta escena. Siempre idéntica. En el día once recibió una postal de Hypatia Gay diciéndole que pensaba ir a verlo aquella tarde. 

“Esto significa que la base material para su trabajo se ha agotado”, le explicó su maestro. “Ella quiere otra gota de sangre. Debemos poner fin a todo esto.” 

Fueron a la ciudad y consiguieron cierta droga que conocía el maestro. Justo en el momento en que ella llamaba al apartamento, ellos estaban en la casa de huéspedes donde ella se alojaba y distribuían secretamente la droga por la casa. La función de esta droga era bastante extraña: apenas abandonaron la casa cuando desde mil sitios acudió una compañía de gatos lamentándose, y el invierno se tornó espantoso con sus gritos. 

“Eso” (se rió el maestro) “le dará a su mente en qué ocuparse. ¡No volverá a hacer magia negra para nuestro amigo en una temporada!” 

Efectivamente, el vínculo había sido roto. Swanoff tuvo paz. “Si vuelve”, ordenó el maestro, “te dejo que la castigues.”

Transcurrió todo un mes. De pronto, sin anunciarse, Hypatia Gay llamó una vez más a la puerta del apartamento. Sus ojos virginales todavía sonreían. Su propósito era todavía más mortífero que antes.
Swanoff y ella se estuvieron tanteando durante un rato. Luego ella empezó a seducirle. 

“¡Alto!”, dijo él, “¡Primero debes cumplir tu promesa y entrar en el templo!”

Sintiéndose fuerte en la confianza en su maestro negro, ella aceptó. El poeta abrió la pequeña puerta, y la cerró rápidamente tras ella, echando la llave. 

Cuando ella entró en la profunda oscuridad que ocultaban las cortinas de terciopelo negro, pudo vislumbrar al dios que la presidía. 

Se trataba de un esqueleto que se hallaba sentado en aquel lugar, con todos sus huesos manchados de sangre. Debajo estaba el malvado altar, una mesa redonda sostenida por la figura de ébano de un negro apoyado en sus manos. Sobre el altar ardía un perfume nauseabundo y el hedor de las víctimas mortales de aquel dios corrompía el aire. Se trataba de una habitación pequeña y la muchacha, tambaleándose, fue a dar contra el esqueleto. Los huesos no estaban limpios; estaban cubiertos por una especie de baba grasienta mezclada con la sangre, pues la repugnante adoración buscaba dotarlo de un nuevo cuerpo de carne. Ella retrocedió con asco. Entonces, de pronto ¡sintió que aquello estaba vivo! ¡Se estaba acercando a ella! Gritó una vez la blasfemia que su vil maestro le había elegido como su nombre místico. Sólo respondió, como un eco, una risa cavernosa. 

Entonces ella comprendió todo. Comprendió que buscar el sendero de la mano izquierda puede llevarle a uno al poder de los ciegos gusanos del Cieno — y ella resistió. Incluso podía haber llamado en ese momento a los Hermanos Blancos, pero no lo hizo. Una fascinación espantosa la dominaba. 

Y entonces sintió el horror. 

Algo — algo para lo que no sirven de protección ni las ropas ni las luchas — estaba tomando posesión de ella, devorando el camino hacia ella... 

Y su abrazo era letalmente frío... Pero el infierno que anidaba en su corazón la llenó de un júbilo sin miedo. Se adelantó y puso sus brazos alrededor del esqueleto, puso sus jóvenes labios en los descarnados dientes de aquello, y lo besó. Instantáneamente, como si hubiera sido una señal, las aguas de la muerte limpiaron toda la vida humana de su ser, mientras una vara como de acero la golpeó desde la base de la espina dorsal hasta el cerebro. Ella había atravesado las puertas del abismo. Un grito tras otro de inefable agonía surgieron como estallidos desde su boca torturada. Ella se retorció y aulló en aquella espantosa celebración nupcial con la Sima. 

Cayó exhausta en medio de un fuerte sollozo. 

Cuando volvió en sí misma estaba en su habitación. Todavía aquel coro de gatos lastimeros maullaba en torno a la casa. Se despertó y se estremeció. 

En la mesa había dos notas. 

La primera era del amado maestro, por el que había sacrificado su alma: “¡Estúpida! Están tras de mí. Mi vida no está segura. Me has traído la ruina — ¡Maldita seas!”

La segunda era una cortés nota del editor, pidiéndole más dibujos. Confusa y desesperada, cogió su carpeta y fue a la oficina de Bond Street. 

Él vio la leprosa luz de profunda degradación en los ojos de ella. Un apagado color afloró en la cara del hombre, que se relamió los labios. 

 

Nota: Este relato refleja los enfrentamientos mágicos que se produjeron entre William Butler Yeats (“el poetastro Will Bute” en esta historia) y Crowley (“el Conde Swanoff”) durante el tiempo en que ambos fueron miembros de la Golden Dawn. Cuando el joven Crowley se instaló en Londres en aquellos años adoptó el nombre de “Conde Svareff”, con el que apareció publicada su colección de poemas Jezebel. La descripción del apartamento del Conde Swanoff coincide con la del apartamento de Crowley en Chancery Lane de esos días, incluidos los templos blanco y negro. El “maestro” de este relato alude indudablemente a Allan Bennett, “Hypatia Gay” es Althea Gyles, y el repulsivo editor es el pornógrafo Leonard Smithers.

 

© de la traducción Miguel AlgOl