La Violinista

 


La habitación estaba llena del humo de un venenoso incienso: azafrán, opopónaco, gálbano, almizcle y mirra, la pureza del último ingrediente era una blasfema maldición, un último desdén; como un degenerado insultaría a un Rafael colocándolo en una habitación dedicada a la depravación. 

La joven era alta y de fino talle, flexible como una cazadora. Su vestido, ajustado, era de una seda dorada oscura que hacía juego, pero no podía rivalizar, con los arcos de sus cejas — brillantes y siseantes como serpientes. 

Su cara era de una delicadeza griega, pero ¿qué hacía una boca como aquella allí? Era la boca de un sátiro o un demonio. Era grande y poderosa, curvada, los extremos hacia arriba, de un púrpura inflamado, de labios lisos. Su sonrisa era como el gruñido de una bestia salvaje. 

Estaba de pie, con el violín en la mano, frente a la pared. En la pared había un gran mosaico, con muchos cuadrados y colores. En los cuadrados había letras en una lengua desconocida. 

Comenzó a tocar, con los ojos grises fijos en un cuadrado que tenía en el centro esta letra: N. Era en negro sobre blanco, y los cuatro lados eran azul, amarillo, rojo y negro. 

Comenzó a tocar. La melodía era profunda, dulce, suave y lenta. Ella parecía no escuchar su propia música, sino algún otro sonido distinto. El arco se aceleró; la melodía se volvió dura y salvaje, irritada. Se aceleró aún más, en un ímpetu como de fuego devorando un vagón de heno. Luego se suavizó de nuevo, hasta convertirse en un aire fúnebre. 

Cada vez que cambiaba el aire de la melodía, parecía como si se quedara exhausta. Como si estuviera intentando todo el tiempo tocar una frase especial y retrocediera desconcertada en el último momento.

Sus ojos no tenían luz. Sólo estaban absortos, fatigados, pacientes, alertas. La habitación estaba extrañamente silenciosa, impasible ante el estado de la mujer. Y ella era la cosa más oscura que había bajo aquella luz gris. Siguió tocando. Se puso más tensa, apretó la boca en una desagradable contracción. Los ojos brillaron de — ¿era odio? El espíritu de aquella música era ahora todo angustia, todo súplica, todo desesperación — llegando siempre hasta alguna cosa inalcanzable. 

Ella se ahogaba en un sollozo espasmódico. Dejó de tocar. Se mordió los labios y apareció una gota de sangre escarlata sobre su superficie púrpura, como el atardecer y la tormenta. Apretó los labios contra el cuadrado, dejando una mancha en el blanco. Se echó la mano al corazón, porque un extraño dolor lo desgarraba. 

El violín se alzó, y el arco lo cruzó. Como si fueran las espadas de dos hábiles esgrimistas, ciegos de mortal odio. Como si fueran los cuerpos de dos hábiles amantes, ciegos de inmortal amor. 

Ella rasgaba en sus cuerdas la vida y la muerte juntas. Se elevaba y se elevaba el fénix de aquella melodía. Peldaño a peldaño, subiendo por la escala dorada de la música, asaltó la ciudadela de su Deseo. La sangre le enrojecía e hinchaba la cara por debajo de su sudor. Tenía los ojos inyectados en sangre. 

La melodía creció y culminó — saltando las barreras, acabando su frase. 

Ella se detuvo, pero la música continuó. Una nube de humo se concentró delante del gran cuadrado, amenazante y repulsiva. Se oía un grito de angustia sobre la música. 

Ante ella, cogiéndole las caderas con las manos, se encontraba un muchacho. Rubio era su pelo, rojos sus jóvenes labios, azules sus ojos. Pero su cuerpo era etéreo, como una capa de rocío sobre un cristal, o como moho adherido a un tejido ligero. Y estaba todo manchado de un negro repugnante. 

“¡Mi Remenu!” dijo ella. “¡Después de tanto tiempo!” 

Él le susurró al oído. 

La luz de la habitación parpadeó y se apagó. 

El espíritu dejó en el suelo el violín y el arco de la mujer. 

La música seguía — Una música jadeante y ardiente, como de águilas locas en combate mortal contra cabras montesas, como de serpientes atrapadas en un incendio de la jungla, como de escorpiones torturados por muchachas árabes. 

Y en la oscuridad ella lloró y gritó al mismo tiempo. No había esperado esto: había soñado con un amor apasionado, con un placer más fuerte y fantástico que el de cualquier mortal. ¿Pero esto? 

¿Esta auténtica pérdida de la auténtica castidad? ¡Esta degradación no del cuerpo, sino del alma! 

¿Esta rizada llama al rojo vivo — fría como el hielo sobre su corazón? ¿Este rayo brutal que la desgarraba? ¿Esta tarántula de cieno que trepaba por su espina dorsal? 

Ella sintió la sangre correr por sus pechos, y su espuma en la boca. Entonces las luces se encendieron de pronto y ella se encontró de pie — tambaleante — con la cabeza torcida a un lado. 

Él le susurró otra vez al oído. 

El muchacho llevaba en la mano izquierda una pequeña caja de ébano, con una pasta oscura dentro. Untó un poco en los labios de la mujer. 

Y entonces por tercera vez susurró en su oído. 

Con una sonrisa angelical —si no fuera por lo sibilina— desapareció dentro del mosaico.
Ella se volvió, sopló la llama, que había sido amistosa al principio, y se dejó caer en un sillón. Rasgueó distraídamente algunas tonadas simples y conocidas. 

La puerta se abrió. Entró un joven alegre, sacudiéndose la nieve del abrigo. 

“¿Te has aburrido mucho, mi niña?”, dijo él jovial, seguro. 

“No, querido”, dijo ella. “He estado tocando un poco el violín”. 

“¡Dame un beso, cariño!”

Se agachó y puso sus labios en los de ella. Entonces, como alcanzado por un rayo, cayó al suelo, cadáver. 

Ella miró hacia abajo indolentemente, con los ojos medio cerrados, y con esa sonrisa suya que era como un gruñido.  

 

Nota: Crowley firmó este relato con el seudónimo de “Francis Bendick”. En sus Confesiones escribió: “En primavera, el 9 de marzo, se llevó a cabo una invocación de Bartzabel, el espíritu de Marte, de modo tan exitoso que exige una descripción. Mis ayudantes fueron el comandante Marston, de la Marina Real, uno de los oficiales de más alto rango del Almirantazgo, y Leila Waddell, una violinista australiana que acababa de conocer y que encendió mi imaginación. Empecé inmediatamente a usarla como una de las principales figuras de mi trabajo. A la primera semana de intimidad juntos escribí dos historias sobre ella: La Arpía y La Violinista.”

 

© de la traducción Miguel AlgOl